En una de las forzadas retiradas que tuvimos hacia Madrid (...), en medio del fragor de la huida, de los cartuchos y los fusiles de los soldados arrojados para correr con menos impedimento, me hirió de arriba abajo este grito: "¡Me dejáis solo, compañeros!". Le eché sobre mis espaldas: el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. "¡No hay quien te deje solo!", le grité. (...)Cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces: "¡No hay quien te deje solo, compañero!". Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.
Miguel Hernández, Nuestra Bandera, nº 112, 14 noviembre 1937.
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