Discurso íntegro pronunciado por el poeta Federico Garcia Lorca en la
inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros
(Granada), en septiembre del año 1931.
Fuente: Blog "Algún día en alguna parte".
Federico e Isabel García Lorca (Granada, 1914). |
Queridos paisanos y amigos:
Antes
que nada yo debo deciros que no hablo sino que leo. Y no hablo, porque
lo mismo que le pasaba a Galdós y en general, a todos los poetas y
escritores nos pasa, estamos acostumbrados a decir las cosas pronto y de
una manera exacta, y parece que la oratoria es un género en el cual las
ideas se diluyen tanto que sólo queda una música agradable, pero lo
demás se lo lleva el viento.
Siempre
todas mis conferencias son leídas, lo cual indica mucho más trabajo que
hablar, pero al fin y al cabo, la expresión es mucho más duradera
porque queda escrita y mucho más firme puesto que puede servir de
enseñanza a las gentes que no oyen o no están presentes aquí.
Tengo
un deber de gratitud con este hermoso pueblo donde nací y donde
transcurrió mi dichosa niñez por el inmerecido homenaje de que he sido
objeto al dar mi nombre a la antigua calle de la iglesia. Todos podéis
creer que os lo agradezco de corazón, y que yo cuando en Madrid o en
otro sitio me preguntan el lugar de mi nacimiento, en encuestas
periodísticas o en cualquier parte, yo digo que nací en Fuente Vaqueros
para que la gloria o la fama que haya de caer en mí caiga también sobre
este simpatiquísimo, sobre este modernísimo, sobre este jugoso y liberal
pueblo de la Fuente. Y sabed todos que yo inmediatamente hago su elogio
como poeta y como hijo de él, porque en toda la vega de Granada, y no
es pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más rico, ni con más
capacidad emotiva que este pueblecito. No quiero ofender a ninguno de
los bellos pueblos de la vega de Granada, pero yo tengo ojos en la cara y
la suficiente inteligencia para decir el elogio de mi pueblo natal.
Está
edificado sobre el agua. Por todas partes cantan las acequias y crecen
los altos chopos donde el viento hace sonar sus músicas suaves en el
verano. En su corazón tiene una fuente que mana sin cesar y por encima
de sus tejados asoman las montañas azules de la vega, pero lejanas,
apartadas, como si no quisieran que sus rocas llegaran aquí donde una
tierra muelle y riquísima hace florecer toda clase de frutos.
El
carácter de sus habitantes es característico entre los pueblos
limítrofes. Un muchacho de Fuente Vaqueros se reconoce entre mil. Allí
le veréis garboso, con el sombrero echado hacia atrás, dando manotazos y
ágil en la conversación y en la elegancia. Pero será el primero, en un
grupo de forasteros, en admitir una idea moderna o en secundar un
movimiento noble.
Una
muchacha de la Fuente la conoceréis entre mil por su sentido de la
gracia, por su viveza, por su afán de elegancia y superación.
Y
es que los habitantes de este pueblo tienen sentimientos artísticos
nativos bien palpables en las personas que han nacido de él. Sentimiento
artístico y sentido de la alegría que es tanto como decir sentido de la
vida.
Muchas
veces he observado, que al entrar en este pueblo hay como un clamor, un
estremecimiento que mana de la parte más íntima de él. Un clamor, un
ritmo, que es afán social y comprensión humana. Yo he recorrido cientos y
cientos de pueblecitos como éste, y he podido estudiar en ellos una
melancolía que nace no solamente de la pobreza, sino también de la
desesperanza y de la incultura. Los pueblos que viven solamente apegados
a la tierra tienen únicamente un sentimiento terrible de la muerte sin
que haya nada que eleve hacia días claros de risa y auténtica paz
social.
Fuente
Vaqueros tiene ganado eso. Aquí hay un anhelo de alegría o sea de
progreso o sea de vida. Y por lo tanto afán artístico, amor a la belleza
y a la cultura.
Yo
he visto a muchos hombres de otros campos volver del trabajo a sus
hogares, y llenos de cansancio, se han sentado quietos, como estatuas, a
esperar otro día y otro y otro, con el mismo ritmo, sin que por su alma
cruce un anhelo de saber. Hombres esclavos de la muerte sin haber
vislumbrado siquiera las luces y la hermosura a que llega el espíritu
humano. Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen
millones de hombres que hablan, viven, miran, comen, pero están muertos.
Más muertos que las piedras y más muertos que los verdaderos muertos
que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el alma muerta.
Muerta como un molino que no muele, muerta porque no tiene amor, ni un
germen de idea, ni una fe, ni un ansia de liberación, imprescindible en
todos los hombres para poderse llamar así. Es éste uno de los programas,
queridos amigos míos, que más me preocupan en el presente momento.
Cuando
alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole
que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y
lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le
gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del
espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía
que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin,
sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia
suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y
es serenidad y es pasión.
Por
eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son
infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta
biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de
Granada.
No
sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido
en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y
yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de
reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones
culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está
que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen
todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es
convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en
esclavos de una terrible organización social.
Yo
tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que
de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente
con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia
de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros,
libros, muchos libros los que necesita, ¿y dónde están esos libros?
¡Libros!,
¡libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor”,
y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia
para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso, Fiódor
Dostoyevski, padre de la Revolución rusa mucho más que Lenin, estaba
prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y
cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, pedía socorro en carta
a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”.
Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua, pedía
libros, es decir horizontes, es decir escaleras para subir a la cumbre
del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural,
de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la
agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya
ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de
Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”. Cultura, porque
sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se
debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.
Y
no olvidéis que lo primero de todo es la luz. Que es la luz obrando
sobre unos cuantos individuos lo que hace los pueblos, y que los pueblos
vivan y se engrandezcan a cambio de las ideas que nacen en unas cuantas
cabezas privilegiadas, llenas de un amor superior hacia los demás.
Por
eso ¡no sabéis qué alegría tan grande me produce el poder inaugurar la
biblioteca pública de Fuente Vaqueros! Una biblioteca que es una reunión
de libros agrupados y seleccionados, que es una voz contra la
ignorancia; una luz perenne contra la oscuridad.
Nadie
se da cuenta al tener un libro en las manos, el esfuerzo, el dolor, la
vigilia, la sangre que ha costado. El libro es sin disputa la obra mayor
de la humanidad. Muchas veces, un pueblo está dormido como el agua de
un estanque en día sin viento. Ni el más leve temblor turba la ternura
blanda del agua. Las ranas duermen en el fondo y los pájaros están
inmóviles en las ramas que lo circundan. Pero arrojad de pronto una
piedra. Veréis una explosión de círculos concéntricos, de ondas redondas
que se dilatan atropellándose unas a las otras y se estrellan contra
los bordes. Veréis un estremecimiento total del agua, un bullir de ranas
en todas direcciones, una inquietud por todas las orillas y hasta los
pájaros que dormían en las ramas umbrosas saltan disparados en bandadas
por todo el aire azul. Muchas veces un pueblo duerme como el agua de un
estanque un día sin viento, y un libro o unos libros pueden estremecerle
e inquietarle y enseñarle nuevos horizontes de superación y concordia.
¡Y
cuánto esfuerzo ha costado al hombre producir un libro! ¡Y qué
influencia tan grande ejercen, han ejercido y ejercerán en el mundo! Ya
lo dijo el sagacísimo Voltaire: Todo el mundo civilizado se gobierna por
unos cuantos libros: la Biblia, el Corán, las obras de Confucio y de
Zoroastro. Y el alma y el cuerpo, la salud, la libertad y la hacienda se
supeditan y dependen de aquellas grandes obras. Y yo añado: todo viene
de los libros. La Revolución Francesa sale de la Enciclopedia y de los
libros de Rousseau, y todos los movimientos actuales societarios
comunistas y socialistas arrancan de un gran libro; de El capital, de Carlos Marx.
Pero
antes de que el hombre pudiese construir libros para difundirlos, ¡qué
drama tan largo y qué lucha ha tenido que sostener! Los primeros hombres
hicieron libros de piedra, es decir escribieron los signos de sus
religiones sobre las montañas. No teniendo otro modo, grabaron en las
rocas sus anhelos con esta ansia de inmortalidad, de sobrevivir, que es
lo que diferencia al humano de la bestia. Luego emplearon los metales.
Aarón, sacerdote milenario de los hebreos, hermano de Moisés, llevaba
una tabla de oro sobre el pecho con inscripciones, y las obras del poeta
griego primitivo Hesíodo, que vio a las nueve musas bailar sobre las
cumbres del monte Helicón, se escribieron sobre láminas de plomo. Más
tarde los caldeos y los asirios ya escribieron sus códices y los hechos
de su historia sobre ladrillos, pasando sobre éstos un punzón antes de
que se secasen. Y tuvieron grandes bibliotecas de tablas de arcilla,
porque ya eran pueblos adelantados, estupendos astrónomos, los primeros
que hicieron altas torres y se dedicaron al estudio de la bóveda
celeste.
Los
egipcios, además de escribir en las puertas de sus prodigiosos templos,
escribieron sobre unas largas tiras vegetales llamadas papiros, que
enrollaban. Aquí empieza el libro propiamente dicho. Como el Egipto
prohibiera la exportación de esta materia vegetal, y deseando las gentes
de la ciudad de Pérgamo tener libros y una biblioteca, se les ocurrió
utilizar las pieles secas de los animales para escribir sobre ellas, y
entonces nace el pergamino, que en poco tiempo venció al papiro y se
utiliza ya como única materia para hacer libros, hasta que se descubre
el papel.
Mientras
cuento esto de manera tan breve, no olvidar que entre hecho y hecho hay
muchos siglos; pero el hombre sigue luchando con las uñas, con los
ojos, con la sangre, por eternizar, por difundir, por fijar el
pensamiento y la belleza.
Cuando
a Egipto se le ocurre no vender papiros porque los necesitan o porque
no quieren, ¿quién pasa en Pérgamo noches y años enteros de luchas hasta
que se le ocurre escribir en piel seca de animal?, ¿qué hombre o qué
hombres son estos que en medio del dolor buscan una materia donde grabar
los pensamientos de los grandes sabios y poetas? No es un hombre ni son
cien hombres. Es la humanidad entera la que les empujaba
misteriosamente por detrás.
Entonces,
una vez ya con pergamino, se hace la gran biblioteca de Pérgamo,
verdadero foco de luz en la cultura clásica. Y se escriben los grandes
códices. Diodoro de Sicilia dice que los libros sagrados de los persas
ocupaban en pergaminos nada menos que mil doscientas pieles de buey.
Toda
Roma escribía en pergaminos. Todas las obras de los grandes poetas
latinos, modelos eternos de profundidad, perfección y hermosura, están
escritas sobre pergamino. Sobre pergaminos brotó el arrebatado lirismo
de Virgilio y sobre la misma piel amarillenta brillan las luces densas
de la espléndida palabra del español Séneca.
Pero
llegamos al papel. Desde la más remota antigüedad el papel se conocía
en China. Se fabricaba con arroz. La difusión del papel marca un paso
gigantesco en la historia del mundo. Se puede fijar el día exacto en que
el papel chino penetró en Occidente para bien de la civilización. El
día glorioso que llegó fue el 7 de julio del año 751 de la era
cristiana.
Los
historiadores árabes y los chinos están conformes en esto. Ocurrió que
los árabes, luchando con los chinos en Corea lograron traspasar la
frontera del Celeste Imperio y consiguieron hacerles muchos prisioneros.
Algunos prisioneros de estos tenían por oficio hacer papel y enseñaron
su secreto a los árabes. Estos prisioneros fueron llevados a Samarkanda
donde ejercieron su oficio bajo el reinado del sultán Harun al-Rachid,
el prodigioso personaje que puebla los cuentos de Las mil y una noches.
El
papel se hizo con algodón, pero como allí escaseaba este producto, se
les ocurrió a los árabes hacerlo de trapos viejos y así cooperaron a la
aparición del papel actual. Pero los libros tenían que ser manuscritos.
Los escribían los amanuenses, hombres pacientísimos que copiaban página a
página con gran primor y estilo, pero eran muy pocas las personas que
los podían poseer.
Y
así, como las colecciones de rollos de papiros o de pergaminos
pertenecieron a los templos o a las colecciones reales, los manuscritos
en papel ya tuvieron más difusión, aunque naturalmente entre las altas
clases privilegiadas. De este modo se hacen multitud de libros, sin que
se abandone, naturalmente, el pergamino, pues sobre esta clase de
materia se pintan por artistas maravillosas miniaturas de vivos colores
de tal belleza e intensidad, que muchos de estos libros los conservan
las actuales grandes bibliotecas, como verdaderas joyas, más valiosas
que el oro y las piedras preciosas mejor talladas. Yo he tenido con
verdadera emoción varios de estos libros en mis manos. Algunos códices
árabes de la biblioteca de El Escorial y la magnífica Historia natural,
de Alberto Magno, códice del siglo xiii existente en la Universidad de
Granada, con el cual me he pasado horas enteras, sin poder apartar mis
ojos de aquellas pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más finos
que el aire, donde los colores azules y rosas y verdes y amarillos se
combinan sobre fondos hechos con panes de oro.
Pero
el hombre pedía más. La humanidad empujaba misteriosamente a unos
cuantos hombres para que abrieran con sus hachas de luz el bosque
tupidísimo de la ignorancia. Los libros, que tenían que ser para todos,
eran por las circunstancias objetos de lujo, y sin embargo son objetos
de primera necesidad. Por las montañas y por los valles, en las ciudades
y a las orillas de los ríos, morían millones de hombres sin saber qué
era una letra. La gran cultura de la Antigüedad estaba olvidada y las
supersticiones más terribles nublaban las conciencias populares.
Se
dice que el dolor de saber abre las puertas más difíciles, y es verdad.
Este ansia confusa de los hombres movió a dos o tres a hacer sus
estudios, sus ensayos, y así apareció en el siglo XV, en Maguncia de
Alemania, la primera imprenta del mundo. Varios hombres se disputan la
invención, pero fue Gutenberg el que la llevó a cabo. Se le ocurrió
fundir en plomo las letras y estamparlas, pudiendo así reproducir
infinitos ejemplares de un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué cosa más
difícil! Han pasado siglos y siglos, y sin embargo no ha surgido esta
idea en la mente del hombre. Todas las claves de los secretos están en
nuestras manos, nos rodean constantemente pero sin embargo, ¡qué enorme
dificultad para abrir las puertecitas donde viven ocultos!
En
las materias de la naturaleza se encuentran, sin duda, los lenitivos de
muchas enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es la precisa, la
justa, para que el milagro se opere? Pocas veces en la historia del
mundo hay un hecho más importante que éste de la invención de la
imprenta. De mucho más alcance que los otros dos grandes hechos de su
época: la invención de la pólvora y el descubrimiento de América. Porque
si la pólvora acaba con el feudalismo y da motivo a los grandes
ejércitos y a la formación de fuertes nacionalidades antes fraccionadas
por la nobleza, y el nacimiento de América da lugar a un desplazamiento
de la historia a una nueva vida y termina con un milenario secreto
geográfico, la imprenta va a causar una revolución en las almas, tan
grande que las sociedades han de temblar hasta sus cimientos. Y sin
embargo ¡con qué silencio y qué tímidamente nace! Mientras la pólvora
hacía estallar sus rosas de fuego por los campos, y el Atlántico se
llenaba de barcos que con las velas henchidas por el viento iban y
venían cargados de oro y materiales preciosos, calladamente en la ciudad
de Amberes, Cristóbal Plantino establece la imprenta y la librería más
importante del mundo, y ¡por fin!, hace los primeros libros baratos.
Entonces
los libros antiguos, de los que quedaban uno o dos o tres ejemplares de
cada uno, se agolpan en las puertas de las imprentas y en las puertas
de las casas de los sabios pidiendo a gritos ser editados, ser
traducidos, ser expandidos por toda la superficie de la tierra. Éste es
el gran momento del mundo. Es el Renacimiento. Es el alba gloriosa de
las culturas modernas con las cuales vivimos.
Muchos
siglos antes de esto que cuento, después de la caída del imperio
romano, de las invasiones bárbaras y el triunfo del cristianismo, tuvo
el libro su momento más terrible de peligro. Fueron arrasadas las
bibliotecas y esparcidos los libros. Toda la ciencia filosófica y la
poesía de los antiguos estuvieron a punto de desaparecer. Los poemas
homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento griego, luz de
Europa, la poesía latina, el Derecho de Roma, todo, absolutamente todo.
Gracias a los cuidados de los monjes no se rompió el hilo. Los
monasterios antiguos salvaron a la humanidad. Toda la cultura y el saber
se refugió en los claustros donde unos hombres sabios y sencillos, sin
ningún fanatismo ni intransigencia (la intransigencia es mucho más
moderna), custodiaron y estudiaron las grandes obras imprescindibles
para el hombre. Y no solamente hacían esto, sino que estudiaron los
idiomas antiguos para entenderlos y así se da el caso de que un filósofo
pagano como Aristóteles influya decisivamente en la filosofía católica.
Durante toda la Edad Media los benedictinos del monte Athos recogen y
guardan infinidad de libros y a ellos les debemos conocer casi las más
hermosas obras de la humanidad antigua.
Pero
empezó a soplar el aire puro del Renacimiento italiano y las
bibliotecas se levantan por todas partes. Se desentierran las estatuas
de los antiguos dioses, se apuntalan los bellísimos templos de mármol,
se abren academias como la que Cosme de Médicis fundó en Florencia para
estudiar las obras del filósofo Platón, y en fin el gran papa Nicolás v
enviaba comisionistas a todas las partes del mundo para que adquirieran
libros y pagaba espléndidamente a sus traductores.
Pero
con ser esto magnífico, el paso grande lo daba el editor Cristóbal
Plantino en Amberes. Era de aquella casita con su patinillo cubierto de
hiedras y sus ventanas de cristales emplomados, de donde salía la luz
para todos con el libro barato y donde se urdía una gran ofensiva contra
la ignorancia que hay que continuar con verdadero calor, porque todavía
la ignorancia es terrible y ya sabemos que donde hay ignorancia es muy
fácil confundir el mal con el bien y la verdad con la mentira.
Naturalmente,
los poderosos que tenían manuscritos y libros en pergamino, se
sonrieron del libro impreso en papel como cosa deleznable y de mal gusto
que estaba al alcance de todos. Sus libros estaban ricamente pintados
con adornos de oro y los otros eran simples papeles con letras. Pero a
mediados del siglo XV y gracias a los magníficos pintores flamencos,
hermanos Van Eyck, que fueron también los primeros que pintaron con
óleo, aparece el grabado y los libros se llenaron de reproducciones que
ayudaban de modo notable al lector. En el siglo XVI, el genio de Alberto
Durero lo perfeccionó y ya los libros pudieron reproducir cuadros,
paisajes, figuras, siguiéndose perfeccionando durante todo el XVII para
llegar en el siglo XVIII a la maravilla de las ilustraciones y la cumbre
de la belleza del libro hecho con papel.
El
siglo XVIII llega a la maravilla en hacer libros bellos. Las obras se
editan llenas de grabados y aguafuertes, y con un cuidado y un amor tan
grandes por el libro que todavía los hombres del siglo XX, a pesar de
los adelantos enormes, no hemos podido superar.
El libro deja de ser un objeto de cultura de unos pocos para convertirse en un tremendo factor social.
Los efectos no se dejan sentir. A pesar de persecuciones y de servir
muchas veces de pasto a las llamas, surge la Revolución Francesa,
primera obra social de los libros.
Porque
contra el libro no valen persecuciones. Ni los ejércitos, ni el oro, ni
las llamas pueden contra ellos; porque podéis hacer desaparecer una
obra, pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella porque
son miles, y si son pocas ignoráis dónde están.
Los
libros han sido perseguidos por toda clase de Estados y por toda clase
de religiones, pero esto no significa nada en comparación con lo que han
sido amados. Porque si un príncipe oriental fanático quema la
biblioteca de Alejandría, en cambio Alejandro de Macedonia manda
construir una caja riquísima de esmaltes y pedrerías para conservar La
llíada, de Homero; y los árabes cordobeses fabrican la maravilla del
Mirahb de su mezquita para guardar en él un Corán que había pertenecido
al califa Omar. Y pese a quien pese, las bibliotecas inundan el mundo y
las vemos hasta en las calles y al aire libre de los jardines de las
ciudades.
Cada
día que pasa las múltiples casas editoriales se esfuerzan en bajar los
precios, y hoy ya está el libro al alcance de todos en ese gran libro
diario que es la prensa, en ese libro abierto de dos o tres hojas que
llega oloroso a inquietud y a tinta mojada, en ese oído que oye los
hechos de todas las naciones con imparcialidad absoluta; en los miles de
periódicos, verdaderos latidos del corazón unánime del mundo.
Por
primera vez en su corta historia tiene este pueblo un principio de
biblioteca. Lo importante es poner la primera piedra, porque yo y todos
ayudaremos para que se levante el edificio. Es un hecho importante que
me llena de regocijo y me honra que sea mi voz la que se levante aquí en
el momento de su inauguración, porque mi familia ha cooperado
extraordinariamente a la cultura vuestra. Mi madre, como todos sabéis,
ha enseñado a mucha gente de este pueblo, porque vino aquí para enseñar,
y yo recuerdo de niño haberla oído leer en alta voz para ser escuchada
por muchos. Mis abuelos sirvieron a este pueblo con verdadero espíritu y
hasta muchas de las músicas y canciones que habéis cantado han sido
compuestas por algún viejo poeta de mi familia. Por eso yo me siento
lleno de satisfacción en este instante y me dirijo a los que tienen
fortuna pidiéndoles que ayuden en esta obra, que den dinero para comprar
libros como es su obligación, como es su deber. Y a los que no
tienen medios, que acudan a leer, que acudan a cultivar sus
inteligencias como único medio de su liberación económica y social.
Es preciso que la biblioteca se esté nutriendo de libros nuevos y
lectores nuevos y que los maestros se esmeren en no enseñar a leer a los
niños mecánicamente, como hacen tantos por desgracia todavía, sino que
les inculquen el sentido de la lectura, es decir, lo que vale un punto y
una coma en el desarrollo y forma de una idea escrita.
Y
¡libros!, ¡libros! Es preciso que a la bibliotequita de la Fuente
comiencen a llegar libros. Yo he escrito a la editorial de la Residencia
de Estudiantes de Madrid, donde yo he estudiado tantos años, y a la
Editorial Ulises, para ver si consigo que manden aquí sus colecciones
completas, y desde luego, yo mandaré los libros que he escrito y los de
mis amigos.
Libros
de todas las tendencias y de todas las ideas. Lo mismo las obras
divinas, iluminadas, de los místicos y los santos, que las obras
encendidas de los revolucionarios y hombres de acción. Que se enfrenten
el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, obra cumbre de la poesía española, con las obras de Tolstói; que se miren frente a frente La ciudad de Dios de san Agustín con Zaratustra de Nietzsche o El capital
de Marx. Porque queridos amigos, todas estas obras están conformes en
un punto de amor a la humanidad y elevación del espíritu, y al final,
todas se confunden y abrazan en un ideal supremo.
Y
¡lectores!, ¡muchos lectores! Yo sé que todos no tienen igual
inteligencia, como no tienen la misma cara; que hay inteligencias
magníficas y que hay inteligencias pobrísimas, como hay caras feas y
caras bellas, pero cada uno sacará del libro lo que pueda, que siempre
le será provechoso, y para algunos será absolutamente salvador. Esta
biblioteca tiene que cumplir un fin social, porque si se cuida y se
alienta el número de lectores, y poco a poco se va enriqueciendo con
obras, dentro de unos años ya se notará en el pueblo, y esto no lo
dudéis, un mayor nivel de cultura. Y si esta generación que hoy me oye
no aprovecha por falta de preparación todo lo que puedan dar los libros,
ya lo aprovecharán vuestros hijos. Porque es necesario que
sepáis todos que los hombres no trabajamos para nosotros sino para los
que vienen detrás, y que éste es el sentido moral de todas las
revoluciones, y en último caso, el verdadero sentido de la vida.
Los
padres luchan por sus hijos y por sus nietos, y egoísmo quiere decir
esterilidad. Y ahora que la humanidad tiende a que desaparezcan las
clases sociales, tal como estaban instituidas, precisa un espíritu de
sacrificio y abnegación en todos los sectores, para intensificar la
cultura, única salvación de los pueblos.
Estoy
seguro que Fuente Vaqueros, que siempre ha sido un pueblo de
imaginación viva y de alma clara y risueña como el agua que fluye de su
fuente, sacará mucho jugo de esta biblioteca y servirá para llevar a la
conciencia de todos nuevos anhelos y alegrías por saber. Os he explicado
a grandes trazos el trabajo que ha costado al hombre llegar a hacer
libros para ponerlos en todas las manos. Que esta modesta y pequeña
lección sirva para que los améis y los busquéis como amigos. Porque los
hombres se mueren y ellos quedan más vivos cada día, porque los árboles
se marchitan y ellos están eternamente verdes y porque en todo momento y
en toda hora se abren para responder a una pregunta o prodigar un
consuelo.
Y
sabed, desde luego, que los avances sociales y las revoluciones se
hacen con libros y que los hombres que las dirigen mueren muchas veces
como el gran Lenin de tanto estudiar, de tanto querer abarcar con su
inteligencia. Que no valen armas ni sangre si las ideas no están bien
orientadas y bien digeridas en las cabezas. Y que es preciso que los
pueblos lean para que aprendan no sólo el verdadero sentido de la
libertad, sino el sentido actual de la comprensión mutua y de la vida.
Y
gracias a todos. Gracias al pueblo, gracias en particular a la
agrupación socialista que siempre ha tenido conmigo las mayores
deferencias, y gracias a vuestro alcalde, don Rafael Sánchez Roldán,
hombre benemérito, verdadero y leal hijo del trabajo, que ha adquirido
por su propio esfuerzo ilustración y conciencia de su época, y merced al
cual es hoy un hecho esta biblioteca pública.
Y
un saludo a todos. A los vivos y a los muertos, ya que vivos y muertos
componen un país. A los vivos para desearles felicidad y a los muertos
para recordarlos cariñosamente porque representan la tradición del
pueblo y porque gracias a ellos estamos todos aquí. Que esta biblioteca
sirva de paz, inquietud espiritual y alegría en este precioso pueblo
donde tengo la honra de haber nacido, y no olvidéis este precioso refrán
que escribió un crítico francés del siglo XIX: “Dime qué lees y te diré
quien eres”.
He dicho.
Septiembre de 1931
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